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martes, diciembre 3, 2024
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SICARIO.- JULIO CONTÁZAR

De ambos lados, de la ley y del delito, siempre han existido en diferentes sociedades, los que hacen el trabajo sucio y criminal: caza recompensas y sicarios; o sea, los que cumplen con el delivery de la muerte, sin inmutarse, a sangre fría. Vivos o muertos dicen los primeros; muertos y bien muertos reafirman los segundos.

Unos de chalecos blindados; otros de corbata y cuello blanco: unos autores intelectuales; otros que ejecutan con pasmosa serenidad y hasta brillante estilo, el encargo de matar.

El asesinato al paso es lo que se ve en la T.V. ni bien despertamos a la vida diaria. ¿Seguridad ciudadana? No parece ser más que una utopía. Bandas delincuenciales incluso, direccionando desde el mismo penal.

Toda acción genera una reacción: la venta de armas junto con el narcotráfico, la extorsión etc, resultan ser los negocios más rentables, y lo mejor de todo, lo que algunos llaman, la política ¿Pero no era la política, el arte del buen gobierno, la paz, la armonía y el bien común?
¿Y las autoridades? ¿O es que éstos cristianos han olvidado aquellos versículos bíblicos: “Vosotros sois la sal de la tierra (que preservan, para que no se pudra la sociedad). Si no la salareis, quién la salará?”

En este cuento, Cortazar nos presenta a un sicario quien parece entender que la muerte es un negocio como cualquier otro. La vida devaluada al extremo. Al fin y al cabo no tanto como el genocidio que en política muchos practican en nombre de la Ley.

SICARIO: “LOS AMIGOS” (condensado)
En ese juego todo tenía que andar rápido. Cuando el número uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo. Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde. Tranquilo salió del café y se metió en un taxi. Mientras se bañaba escuchando el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, en las carreras. Buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan distintos. Había que pensar despacio en la cuestión del café y del auto. Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café. De todos modos la torpeza de la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara a encontrarse con los amigos en la tarde. Evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina.

Todo quedaría despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle.

Acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Despacio, a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café; después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran. De cuando en cuando apretaba un poco al acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia.

Vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció en seguida por el sombrero gris, y el saco cruzado. Cálculo lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta allá. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café; era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese momento. Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido. La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al montó que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.

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