Nunca antes hubo procesos eleccionarios tan fríos y sombríos como el de este próximo 26 de enero del 2020. La gente irá a las urnas solo porque está obligada hacerlo. El desconcierto es tal que casi nadie sabe por quién votar; sea por la enorme desconfianza de la ciudadanía en los candidatos después de la calaña de congresistas corruptos disueltos, o por el bajo nivel de información respecto a quiénes son los candidatos al próximo Congreso, que de ser elegidos deberían, supuestamente, ayudarnos por lo menos a aliviar el trauma vergonzoso y lamentable que los peruanos acabamos de experimentar.
El actual escenario político no es nada esperanzador. Lo que tendremos como efecto inmediato y transitorio de la disolución y de los procesos judiciales a los peces gordos de la política, solo son meros calmantes de un mal crónico que nos deprime como país. Pero un escenario, sin embargo, que debe servirnos como un gran espejo retrovisor, para ver en él doblemente, por un lado a la gente corrupta que hemos elegido, y por otro, para vernos a nosotros mismos como ciudadanos estupidizados, responsables de su elección solo por la cara bonita, los verbos embaucadores de truhán y dádivas por doquier.
Todo esto pasa y nos seguirá pasando, una y otra vez, gracias a una ciudadanía históricamente manipulada por los grupos de poder dominantes, para perpetuar, con nuestro voto, el sistema imperante impuesto por ellos mismos según sus propios intereses.
Y nada ni nadie nos garantiza que esto pueda cambiar en un próximo futuro. Porque no estamos haciendo nada importante para cambiar. Las reformas políticas propuestas por el presidente Vizcarra solo son parches leguleyos que apuntan únicamente a mitigar el descontento transitorio de la población, y a tocar tangencialmente solo las consecuencias, pero no las causas profundas de un proceso histórico perverso.
¿Qué más podemos esperar de los propietarios de los partidos políticos, expertos en ensuciar la política y prostituir la democracia? Democracia ésta en la cual – a decir de Noam Chomsky- solo se otorga al pueblo el triste papel de “aclamador y legitimador” de cargos y curules.
Nuestro gran reto como país, es saltar esta inmunda charca fecal llamada democracia representativa, para poder transitar por avenidas de un nuevo orden democrático participativo. Lo cual no es ni será nada fácil, menos con reformas educativas impuestas desde afuera, amoldadas y diseñadas únicamente para perpetuar el sistema político-económico y colonialista neoliberal. Necesitamos para ello contar con una educación democrática, que forme ciudadanos libres, con capacidad de crítica e indignación ante el abuso del poder, y que pueda asumir rol protagónico en la construcción de su propio futuro. Pues solo contando con una juventud rebelde, ansiosa de realización y con sed de cambio, podemos cambiar las cosas. Porque, definitivamente, las personas y la sociedad somos productos de la educación.
Sería ilusorio esperar que una educación libertaria y democrática, venga desde la cima del poder; porque los intereses de los de arriba y de los de abajo son contradictorios, por naturaleza. Una educación de este tipo solo tendrá que surgir, horizontal y transversamente, desde abajo, desde las bases profundas e institucionales del Perú.