Hasta el 2007 el peruano seguía orgulloso de lo que le contó en el colegio algún profesor de historia o ciencias histórico sociales. De lo leído a ojo de buen cubero en un rincón de la enciclopedia Bruño o del recuerdo de la medalla de plata en las Olimpiadas de Seúl.
Que Machu Picchu fuera considerada maravilla del mundo en los noventa nos hinchó el pecho por la genialidad de los arquitectos incas. Por esa cultura que la mayoría de peruanos despreciaba por su ADN marrón. Porque nos había heredado (sin preguntárnoslo) el telúrico chuyo, la quena milenaria y esas polleras multicolores que provocaban el insulto per sé del peruano snob: “cholos de mierda”.
El compatriota promedio seguía enamorado del mito de Ugarte y el pabellón, del último cartucho de Bolognesi, de la nobleza de Grau y del coraje desangrado en el Alto de la Alianza. Inquiría venganza inmediata y denostaba de Chile con el verbo cogotero de Velasco Alvarado. Quería recuperar Arica y Tarapacá con consonantes y exigía a la Marina de Guerra la recuperación ipso facto del Huáscar.
Pero claro, toda la cháchara era sólo eso. Ya en el nuevo siglo y despejado el orgullo gastronómico de una feria que traicionó sus raíces y se desinfló como cohesionadora social, en las calles, los mocosos jugaban pelota con polos de Boca Juniors y soñaban con ser Zidane o Ronaldinho.
La camiseta de la selección sólo se lucía en los partidos de las eliminatorias o cuando Perú se acordaba que sabía de vóley y le ganaba a la Argentina y Brasil. Después, estaba condenada a permanecer anestesiada por la naftalina en algún cajón, al lado de los calcetines y debajo de chalinas y corbatas de otros tiempos.
Las escarapelas se incrustaban por obligación en los uniformes de burócratas. Las banderas se izaban en julio, pero terminaban arriándose en diciembre, olvidadas por la identidad convaleciente y recordadas por la necesidad de adornar los techos con el espíritu navideño. El himno no se cantaba, se susurraba con muecas de fastidio y las fiestas patrias eran la excusa para ver leones desnutridos en el circo de Los Hermanos Fuentes Gasca o para largarse al caribe y gritar: ¡Viva el Perú! (dependiendo de la billetera).
Pero entonces algo cambió. La clasificación de la selección al mundial de Rusia marcó un antes y un después en nuestra historia como colectivo social. Y esta realidad es deliciosa. Hoy es posible ver niños, adolescentes y adultos luciendo la camiseta en la pichanga, en la calle y hasta en el trabajo. La fiebre por el éxito esquivo provocó el desabastecimiento de tela roja y blanca en diciembre del año pasado, tan así que el sector textil aumentó 40% su productividad tras años de caída libre por culpa de la ropa asiática.
El fútbol encendió la esperanza nacional, las velas misioneras y renovó el sentido de pertenencia. Sin embargo, la diferencia con los héroes de las láminas Huascarán era que ahora la gente tenía protagonistas de carne y hueso, mestizos con pinta de peruano promedio que estaban vivitos y jugando. Una fiebre que provocó un shock de consumo que generará el incremento de medio punto en el Producto Bruto Interno nacional.
Pero, más allá de cifras económicas in crescendo, la verdadera rentabilidad ha sido la del alma. El peruano patacala, clase mediero, profesional, obrero y gamonal, se ha acostumbrado a ganar y ahora anda con la cabeza levantada tras años de arrastrar la ominosa cadena del himno. Ha degustado lo que es la envidia del otro lado; es decir, la de sentirse envidiado. La autoestima ha sufrido un engorde descomunal y el peruano ahora se siente grande, mejor persona (incluso es más amable en la calle) y más orgulloso de haber nacido en esta hermosa tierra del sol.
El 56% de los peruanos ha visto por primera vez a su selección en un mundial y la vio jugar con honor y derrochar talento. La suerte fue esquiva, pero la retirada fue con filigrana y aplausos. ¿Secuela? Que esta alborada patriótica seguirá vigente y ayudará a la construcción del nuevo peruano. De ese que conoce su historia prehispánica asombrosa, sus recursos naturales incomparables, pero que ya no consume mitos ni historias de patriotismo infladas por falta de jurisprudencia, sino que fue parte de una página de gloria. Dejó de ser figurante y ahora es protagonista.
Esta deliciosa terciana debe continuar porque es un aglutinante social despiadadamente efectivo. ¿El siguiente paso? Tras reconocernos únicos y ahora capaces de todo, la deuda pendiente es convertirnos en mejores ciudadanos. Derrochar respeto en la acera con la hidalguía de Flores, trabajar con la velocidad de Advíncula y persistir con la fortaleza de Guerrero.
Sólo entonces seremos peruanos de verdad y el “casi casi” habrá sido sepultado por largo tiempo y sin peruanos oprimidos. Cholos, chinos, blancos, negros, amazónicos, aymaras, quechuas, mestizos, ingas y mandingas. Todos somos peruanos… ¡Seámoslo siempre!