Por Renato Gardini
En las calles de Tarapoto, el rugido constante de motores muchas veces con escapes sin silenciador se ha convertido en la banda sonora de nuestra ciudad que, aunque hermosa por naturaleza, es víctima de un fenómeno tan peligroso como cotidiano: el mal comportamiento de sus conductores.
Basta con salir a la avenida Alfonso Ugarte o al jirón Lima para ser testigo del desorden que impera en nuestras vías. Motociclistas zigzagueando entre el tráfico como si fueran parte de una competencia; choferes que ignoran la luz roja del semáforo como si fuese una sugerencia decorativa; y peatones que, resignados, cruzan con temor, conscientes de que aquí, tener la razón no garantiza la vida.
Según cifras recientes de la Policía Nacional del Perú, Tarapoto registra un preocupante aumento en accidentes de tránsito. Solo en el primer semestre del año, se han contabilizado más de 300 siniestros viales, muchos de ellos con consecuencias fatales o graves lesiones. Lo más alarmante: en su mayoría, estos accidentes se deben a imprudencias como el exceso de velocidad, la conducción bajo efectos del alcohol y el irrespeto a las normas básicas de tránsito así como a la vida misma.
¿En qué momento normalizamos esta cultura del caos? ¿Cómo llegamos a convivir con la muerte rondando nuestras pistas? Tal vez el problema radica en una mezcla peligrosa de informalidad, falta de educación vial y ausencia de fiscalización efectiva. No es raro ver mototaxis sin placas, menores de edad conduciendo motocicletas o conductores sin licencia que actúan con total impunidad.
Y mientras tanto, nuestras calles se convierten en escenarios de tragedias que podrían haberse evitado con un poco más de responsabilidad. La educación vial debe ser prioritaria, no solo en los colegios, sino también en casa y en las campañas municipales. No podemos seguir actuando como si la vida no valdría nada, como si manejar fuera un derecho absoluto, exento de deberes.
Tarapoto merece más que semáforos y señales ignoradas. Merece una ciudadanía que respete la vida, empezando por la forma en que se conduce. Porque cada vez que alguien se sube a un vehículo, tiene en sus manos no solo un timón, sino también la posibilidad de cambiar o arruinar la vida de alguien.
La pregunta es: ¿Cuántas muertes más necesitamos para empezar a tomar en serio el problema?



