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martes, abril 15, 2025
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Tragedia REAL

El pasado nos persigue, nos roza la piel, nos sopla al oído con un susurro de advertencia. Pero a veces, simplemente, no queremos escuchar. La tragedia del Real Plaza Trujillo no fue un rayo caído del cielo, no fue el capricho de una tormenta inesperada. Fue la consecuencia natural de la negligencia, del mirar a otro lado, del «ya, pasa nomás» convertido en costumbre. Y hoy, los escombros no solo cubren el suelo, sino que sepultan vidas, sueños y la confianza de una ciudad entera.

Lo sucedido es un golpe al pecho, sobre todo cuando la desgracia te guiña el ojo desde un reciente recuerdo. Hace apenas una semana, mi esposo y mi hijo de tres años estaban en ese mismo patio de comidas, riendo, jugando, disfrutando de un momento divertido. Imaginar que pudieron haber estado allí en el instante fatídico, es un abismo de terror del que cuesta salir. Porque no se trata de una simple coincidencia: se trata de una advertencia ignorada, una tragedia anunciada que, como siempre, encontró oídos sordos en quienes debían actuar.

Este centro comercial ya había tenido observaciones, clausuras, señales de alarma que quedaron en el aire, como globos soltados por manos que prefieren llenarse los bolsillos antes que sostener responsabilidades. La corrupción, esa bestia de mil cabezas, tejió su red entre los permisos, las inspecciones y los informes de seguridad. Y cuando la corrupción manda, la muerte obedece. No fue un accidente; fue un asesinato con premeditación y alevosía.

No podemos seguir permitiendo que la vida de nuestras familias dependa del humor de un engranaje podrido. Los espacios diseñados para el esparcimiento, para el descanso, para la alegría, no pueden convertirse en trampas mortales. Un centro comercial no es un edificio cualquiera: es un refugio, un punto de encuentro de amigos, familias y parejas enamoradas, un universo de risas infantiles y sobremesas compartidas. Es el lugar al que llevamos a nuestros hijos sin cuestionarnos si el techo caerá sobre sus cabezas, porque eso es algo que no deberíamos tener que cuestionarlo.

Pero aquí estamos, contando muertos, rezando por los heridos, buscando responsables en un desfile de evasivas. Y, como siempre, veremos aparecer condolencias y comunicados vacíos, promesas de justicia que se diluyen con el tiempo. ¿Cuántas vidas más nos costará entender que la fiscalización no es un trámite, que la seguridad estructural no es un lujo, que la corrupción mata, y mata en serio?

Las autoridades deben ponerse de pie, dejar de jugar a la burocracia y asumir su verdadero papel: proteger a la ciudadanía. Se necesita una revisión a fondo de todos los espacios de recreación, de todos los lugares donde el público deposita su confianza sin sospechar que camina sobre un suelo minado. No es suficiente clausurar cuando la desgracia ya ha hecho su trabajo; es necesario prevenir, anticiparse, evitar que el próximo titular no vuelva a ser una lista de nombres que ya no volverán a casa.

Hoy, Trujillo llora. Llora a sus muertos, llora su rabia, llora su impotencia y todo el país se une a este dolor.  Pero no basta con llorar, hay que exigir, hay que gritar, hay que señalar con el dedo y no soltar hasta que el sistema deje de protegerse a sí mismo y empiece a protegernos a nosotros. Porque ningún niño debería ir a jugar y terminar bajo los escombros. Ninguna familia debería convertir un viernes de paseo en una tragedia. Ninguna vida debería ser moneda de cambio para que la corrupción siga reinando.

Que este dolor no se convierta en un simple recuerdo amargo. Que sea un punto de quiebre, un golpe en la mesa, una advertencia que esta vez sí sea escuchada. Que el miedo no nos paralice, sino que nos impulse a exigir lo que nos corresponde: seguridad, justicia y un futuro en el que salir a pasear no signifique jugarse la vida.

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