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viernes, abril 19, 2024

Hay verdades que no queremos ver

El deterioro profundo del Perú: tenemos al ex presidente  Castillo con magister y no asombra dado el bajísimo nivel de la mayoría de universidades  

Son muy pocos los que entienden la crisis como un problema de fondo y son inexistentes las iniciativas que plantean verdaderas políticas públicas para afrontarla. Hoy, la barbarie acecha en el Perú desde todas las ideologías, desde todos los partidos, desde todas las clases sociales y en todos los barrios.  

La crisis que vive el Perú no es solo una crisis política. Es algo mucho más hondo que eso. Es mucho más grave de cómo suelen interpretarla algunos analistas entrampados en la inmediatez. Se trata de una crisis cultural que refiere al deterioro de los vínculos entre los peruanos y a la pérdida de todo sentido de la vida colectiva. Es absurdo terminar personalizando la profunda degradación social que vivimos.  

Los vergonzosos gobiernos de las 3 últimas décadas y el papel de la mayoría de políticos de izquierda o derecha son solo una nueva expresión de un gravísimo deterioro. Lo que hoy vivimos no sólo es convulsión social, es una aguda crisis cultural y lo peor de todo el racismo instalado en la vena de histórica de nuestra llamada “peruanidad”   

Las celebradas reformas de los años noventa han tenido un lado muy oscuro.  

Hoy vivimos en una guerra de todos contra todos que se encuentra encarnada en un modelo económico  desregularizado, que ha perdido toda noción del bien común. No es solo la esfera política la que se encuentra degradada sino también una sociedad civil donde se ha impuesto el engaño y la pura defensa del interés individual.  

La corrupción se ha agudizado metastásicamente y se ha instalado en los niveles mínimos de la vida colectiva. No solo la vemos en la clase política, en algunos de los más respetados estudios de abogados, en grandes grupos empresariales, sino también en la “bodega del barrio”, “en el vaso de leche”, “en la carnicería”, “en la aritmética”, al decir de César Vallejo. Hoy vivimos en una sociedad, en una cultura, que ha hecho del engaño una práctica habitual. 

Durante dos décadas nos dijeron que la economía peruana era un modelo de eficiencia en la región. La condición de esa supuesta virtud fue la exacerbación de un discurso individualista que, sin duda, ha sido funcional a la corrupción. Sin embargo, a pesar de ese crecimiento económico sostenido, al comenzar la pandemia había menos de 300 camas UCI en un país de más de 30 millones de personas.   

De hecho, radicalizada desde los noventas, la privatización de la salud ha generado, entre otras cosas, que buena parte de los médicos del sector público hoy se encuentren muy ansiosos por cumplir su mínima jornada laboral a fin de dirigirse a sus consultorios privados. Desde ahí derivan los exámenes clínicos a laboratorios de los que son dueños o con los que tienen contratos. Durante los peores momentos de la pandemia, las clínicas privadas se negaron a solidaridades mínimas y el negocio del oxígeno fue el signo más contundente del bajísimo sentido de lo humano al que hemos llegado.  

Fue también desde los noventas que el sector educativo agudizó su crisis (y actual degradación) con la proliferación de colegios y universidades de bajísimo nivel, pero con grupos económicos que funcionan como su “mano invisible”.  

También privatizado en esa misma década, el transporte en el Perú se ha convertido en una red de mafias organizadas y es, probablemente, el peor (y el más inseguro) de la región. Nadie puede con él. Por si fuera poco, en un país donde más del 75% de la población trabaja informalmente, los economistas oficiales no proponen nuevas recetas que contribuyan a ampliar derechos y trabajos dignos sino –dogma aprendido–insisten en precarizar más las condiciones de trabajo de los formales. La argumentación es demencial: quienes proponen sueldos y trabajos justos son llamados “destructores” y quienes, de manera aséptica, justifican la explotación laboral (pero ganan enormes sueldos) se llaman a sí mismos “sensatos” y “técnicos”.   

El más claro ejemplo lo tenemos en el ex presidente  Castillo tenga un grado de magister no asombra dado el bajísimo nivel de la mayoría de universidades privadas. De manera pasmosa, Castillo es un sindicalista que no tiene la menor idea de la gramática del Estado y, además, es un profesor de primaria incapaz de poder contar bien un cuento. En casi diciococho meses de gobierno, los escándalos de corrupción han sido la pauta de su gestión. Es cierto que la derecha le ha hecho una guerra imposible, pero ello no puede ser excusa para una mediocridad tan atroz y para que se haya rodeado de mafias tan galopantes  

La falta de autocrítica.  

Pero esta crisis del vínculo social no se estanca en el paradigma de clase, sino que se expande hacia muchas otras variables. El Perú, como se sabe, es uno de los países con más alto nivel de violencia doméstica. Las denuncias de agresión y maltrato (y demás) siguen a la orden del día.  

De hecho, la mayoría de los que se llaman “liberales” no tienen problemas en trabajar para monopolios ni para aliarse con los sectores más reaccionarios (y corruptos) del escenario político. Como dijo alguien, aquí hasta el neoliberalismo se practica “a la peruana” y, a pesar de tener cuello y corbata, resultan siendo tan informales ante sus principios como los comerciantes “ambulantes”  

Hoy los ministros de Economía de los gobiernos pasados –nunca funcionarios públicos de carrera, sino profesionales que luego pasan a defender intereses privados sin ningún problema– desfilan como grandes autoridades académicas por unos medios de comunicación que han perdido todo decoro (pero que están segurísimos de no haberlo perdido). Luego de más de 250,000 muertos por la pandemia, en el Perú nadie se siente responsable y los discursos de estos economistas insisten en querer volver al pasado.   

Seguimos viviendo en una sociedad llena de argucias y alucinaciones  

Son muy pocos los que entienden la crisis como un problema de fondo y son inexistentes las iniciativas que plantean verdaderas políticas públicas para afrontarla. ¿Solo un Dios podrá salvarnos? Todo induce a pensar que se necesitarán varias décadas de diálisis profunda para reposicionar el valor de lo público y de lo común, en el Perú, como un centro de la vida colectiva. Mientras tanto, resulta claro que seguimos viviendo en una sociedad llena de mistificaciones que desprecia la historia, el pensamiento crítico, el arte.  

Hoy, con gran cinismo, la barbarie acecha en el Perú desde todas las ideologías, -izquierda, derecha- desde todos los partidos, desde todas las clases sociales y en todos los barrios.  

Como sociedad, estamos perdiendo toda idea del bien. Como cultura, hemos perdido toda idea sobre qué es lo justo. La diálisis que necesitamos tendría que incluir un paquete de verdaderas políticas culturales entendidas como un dispositivo destinado a construir un nuevo imaginario colectivo y nuevas prácticas ciudadanas. 

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