Por: Rafael Belaúnde A.
“Cuando de España las trabas
en Ayacucho rompimos,
otra cosa más no hicimos
que cambiar mocos por babas.
Nuestras provincias esclavas
quedaron de otra nación.
Mudamos de condición,
pero solo fue pasando
del poder de Don Fernando
al poder de Don Simón.”
Con estas palabras el clérigo José Joaquin Larriva (circa. 1830) se lamentaba por las anodinas consecuencias de nuestra independencia. Salvo para la élite privilegiada que sustituyó a la hispana, la ruptura no significó mejora alguna.
La abolición del Tributo Indígena decretada por San Martín, por ejemplo, sólo sirvió para ganar el apoyo de las mayorías a la causa independentista, pero una vez lograda ésta, Bolivar tuvo la desfachatez de reponer esa exacción empobrecedora.
Hoy, la crueldad estatal es más sofisticada, se camufla, cínica, bajo el nombre de Impuesto General a la Ventas e Impuesto Selectivo al Consumo. Estos son gravámenes de tasas exhorbitantes que depredan la economía popular.
Volvamos a la independencia. Según Basadre, al iniciarse la República los indios “…siguieron siendo el barro vil con el que se hace el edificio social; los negros continuaron como gente anexa a las viejas casonas y a las grandes haciendas costeñas”. “Los organismos políticos fueron modificados: ya no Virrey sino presidente.”
Incluso José de San Martín aspiraba a traer un monarca y “…solo después pensar en establecer la libertad sólidamente”, según revela Cristóbal Aljovín en Caudillos y Constituciones ¿Hasta cuándo habremos de seguir pensando en establecer la libertad solidamente?
Si la independencia nos llegó por contagio y los criollos no tuvieron más remedio que adecuarse a la moda democrática adaptándola a sus intereses, no es sorprendente que erigieran un sistema que resultó ser el paradigma de la hipocresía: “democracia”, pero con discriminación y sin ciudadanía.
Los derechos a la libertad y a la búsqueda de la felicidad, que para Thomas Jefferson eran inalienables, anteriores, y superiores a los del Estado, acá se convirtieron en dádivas relativizadas porque la propiedad estaba ultraconcentrada y la participación política sumamente restringida. Las mayorías no eran como allá, colonos propietarios, sino indígenas marginados. Así surgió una sociedad tutelada, semiinterdicta, y sofocada, víctima pasiva de la lucha entre las sectas privilegiadas que se ufanaban pastores de rebaño y que pugnaban por el poder para trasquilarlo y ordeñarlo.
Salvo por unos pocos y fugaces alivios liberales, genuinamente integradores, el transcurrir republicano ha sido una desilusión apabullante. Está claro que el marxismo disociador y promotor de rencores socavó posibilidades y gravitó contra nuestro progreso durante la segunda mitad del siglo pasado, pero no puede negarse tampoco que una promesa que se incumple por 200 años es un engaño. Para colmo de males, de un tiempo a esta parte, la degradación en el manejo de la cosa pública se estandarizó, y la corrupción, otrora puntual y aislada, terminó por generalizarse. Las escasas personalidades honorables de la política o de la burocracia perdieron su influencia rebasada por la morralla.
Algunos “partidos”, no son más que los tentáculos políticos de conglomerados empresariales que parecen depender de cabecillas más que de líderes. Otras organizaciones divagan al garete, a merced de los vientos momentáneos. Ráfagas pestilentes determinan su curso. ¿Qué hacer, entonces? Optar radicalmente por un cambio.
A decir de Milton Friedman, todo cambio verdadero debe vencer la inercia del status quo, pero toda crisis es una oportunidad para intentarlo. Sólo en tiempos de crisis lo que luce inalcanzable puede, por fín, devenir inevitable.
Si aprovecháramos el actual desmadre, podríamos construir la democracia que realmente merecemos, no la burda falsificación que nos agobia.
Requerimos construir la democracia de abajo hacia arriba para empoderar al “administrado”, supuesto ciudadano; para liberarlo de la secular semi interdicción de la que es víctima. ¿Cómo lograrlo?: acotando severamente las prerogativas de burócratas y de políticos, derribando barreras administrativas, promoviendo los emprendimientos, respetando y formalizando la propiedad, descentralizando a favor de las personas, no de la burocracia, eliminando la elección por listas, sea de parlamentarios o regidores. En resumen; abrazando el liberalismo solidario.
Entendamos que los tuteladores y dirigistas, tanto de izquierda, como de centro y de derecha, son como guardianes forestales que simulan proteger el bosque al tiempo que desdeñan el árbol. No nos engañemos, ellos no están de nuestro lado. Están, más bien, obcecados por seguir usufructuando del Estado.