La vida se ha vuelto una ruleta rusa donde la pregunta no es si te tocará la bala, sino cuándo. La delincuencia ha dejado de ser una amenaza lejana para convertirse en el vecino incómodo que nadie invitó, pero que ahora vive con nosotros.
Las calles están tomadas, las puertas de los negocios se tiñen de sangre, y las casas ya no son refugio: son blancos. La extorsión es la nueva tarifa que los peruanos pagan para poder trabajar o simplemente existir. ¿Seguridad? Solo en las vitrinas de los políticos, porque en la calle el miedo es el que gobierna.
Lo que vivimos no es una crisis de inseguridad; es una crisis de Estado. El reciente asesinato de Paul Flores, integrante de la querida agrupación Armonía 10, baleado dentro de un bus, es la prueba más cruel de que aquí nadie está a salvo. Si pueden matar a plena luz del día y escapar como si nada, ¿qué nos espera al resto de mortales anónimos? Los sicarios ya no usan pasamontañas: usan la certeza de que no los atraparán.
Mientras tanto, el gobierno nos ofrece su «gran solución»: un estado de emergencia que no es más que un disfraz mal cosido para tapar la inoperancia. Es un saludo a la bandera con la mano temblorosa de quien no sabe qué hacer. Y como era de esperarse, la delincuencia no solo no retrocedió, sino que tomó impulso. Se burló de la medida y ahora mata más y con más descaro. La emergencia no cayó sobre los criminales: cayó sobre nosotros, los ciudadanos, que seguimos desprotegidos.
La extorsión ya no es solo cosa de grandes empresarios o comerciantes. El bodeguero de la esquina, el taxista, el profesor que pone una fotocopiadora, todos están en la mira. Les dejan cartas amenazantes, les exigen cupos. «Paga o mueres», esa es la nueva tarifa. Y muchos pagan con lo poco que tienen, mientras otros pagan con su vida. ¿Qué hace el Estado? ¿Investiga? ¿Desarticula bandas? No. Anuncia medidas que parecen sacadas de un guion de comedia negra.
La marcha por la paz, realizada hace unos días, fue la voz desesperada de una población harta de poner muertos mientras los políticos se pelean por sus cuotas de poder. Miles de peruanos salieron a decir basta. Basta de mirar a otro lado. Basta de declaraciones vacías. Basta de perder el país a manos de criminales que hoy parecen tener más poder que el propio gobierno.
El destino de Perú está en juego. Y es un juego cruel donde el poder siempre gana y nosotros siempre perdemos. Si las autoridades no toman medidas reales —y no solo medidas para la foto—, la espiral de violencia seguirá su curso, arrastrándonos a todos. La delincuencia no solo nos quita vidas: nos quita la esperanza, nos roba el sueño de un país mejor.
El problema es que ya no estamos al borde del abismo: estamos cayendo. Y mientras caemos, las autoridades siguen discutiendo si el suelo es de piedra o de arena. No necesitamos discursos; necesitamos acción. La pregunta ya no es si la situación empeorará, sino cuánto falta para que sea irreversible.
El crimen organizado no solo crece: se organiza mejor que el propio Estado. Y cada día que pasa sin soluciones reales, ellos ganan territorio, dinero y poder. Si el gobierno no reacciona, si las fuerzas del orden no dejan de ser cómplices por omisión o corrupción, el Perú se convertirá en un narcoestado donde la ley será la del más armado.
Los peruanos estamos hartos de vivir entre balas y silencios cómplices. Queremos caminar sin miedo, queremos trabajar sin ser extorsionados, queremos volver a casa y que nuestros hijos estén vivos. Queremos un país donde la vida valga más que una amenaza. Queremos algo que debería ser básico: vivir.
Perú no merece ser sepultado bajo la violencia. Pero si quienes gobiernan siguen sordos a los gritos de su pueblo, la historia no los recordará como líderes, sino como los sepultureros de una nación que una vez soñó con ser grande. La delincuencia ya hizo su jugada. Ahora le toca al gobierno. ¿Responderá o dejará que la partida termine en jaque mate para todos nosotros?