Esa tarde de abril de 1959 en Chazuta había una de conmoción porque algo inusual estaba ocurriendo. Era casi como el preludio de la década que llegaría y en donde se operarían cambios y auténticas revoluciones como si fuera un nuevo despertar. Pero el preludio estaba ya con nosotros y cambiaría mi vida… y para siempre. Esa década nos marcó a muchos.
En efecto, al día siguiente al ir de compras a la bodega de don Luis Torres, vecino con los Saurín, que colindaba por la parte posterior con el Arahuillo, donde, dicen, salían los diablos en noches sin luna, una aparición cambió mi vida y recién entendería el significado de lo divino. Tenía entonces diez años. Y lo que vi me deslumbró y a partir de ese instante mi vida se convirtió en quimeras y en fantasías, si bien no voluptuosas ni sensuales, porque fue la aparición de un querubín que se había escapado de los círculos celestiales. Ese Ángel divino era Inés Marilú Urresti Tenazoa, que la víspera había llegado a Chazuta, procedente de Navarro, Chipurana, con sus padres, don Jorge Manuel Urresti Souza (Caballo Cocha, 1915, +1992) y Olivia Pérez, y se quedarían en el pueblo hasta el año 1963. Después, se afincarían definitivamente en Iquitos.
La familia Urresti Pérez llegaría con sus hijos Jaime, Luis y Gladys (Navarro), Manuel y Yolanda (Juanjui) y Marilú. En Chazuta nacerían María y Sila. Otros hijos son Marilú y Zulma Urresti Tenazoa (tarapotinos), como también
Leslie y José Urresti Alvarado, todos ellos hermanos de padre. Don Jorge M. Urresti Souza no perdió el tiempo.
Marilú era la mayor de todos los que llegaron esa mañana y fue como una ninfa del bosque que saliera a pasear el encanto de su ser, la belleza de su rostro y esa figurita delgadita y espigada, acompañada de una tierna y dulce timidez, que es precisamente lo que despertó mis emociones. Marilú ya tenía casi trece años y estaba como en el despertar de esos sentimientos. Poco tiempo después arribaría José, mayor de Marilú, y con quien años después nos encontraríamos en el Instituto Nacional Agropecuario N° 10 de Tarapoto. Con José desarrollaríamos una sincera amistad y que se mantiene por más de medio siglo.
Los Urresti, pese al poco tiempo que residieron en Chazuta, se vincularon con el pueblo. Don Jorge, de buena estatura y extraordinario carácter –lo recuerdan se como “un flaco alto”– generaba simpatías, y cumplía sus funciones de inspector del entonces Estanco del Tabaco, actividad que haría de él un funcionario trashumante, siendo amante del deporte, pero fue en Chazuta donde se afianzaron sus relaciones amicales. Mis padres, por la confianza que despertaba, le encargarían que nos comprara un radio transistor Philips, el único receptor que tuvimos. Doña Olivia, que sigue residiendo en Iquitos, llegaría a ser una gran basquetbolista, siendo parte de esa hornada de extraordinarias deportistas que tuvo el pueblo.
Y este es, pues, el recuerdo de la familia Urresti. De ellos, que un día de marzo surcaron el río Huallaga, casi desbordado, y llegarían con una diosa a Chazuta. (Comunicando Bosque y Cultura).