Por: Edwin Rojas Melendez
El poblador amazónico recure a los mitos y leyendas para explicar fenómenos naturales y acontecimientos extraordinarios. Son narraciones de gran valor literario, como la leyenda sobre las yaras contenida en el libro Leyendas y tradiciones de Loreto de Jenaro E. Herrera (páginas 71 a 80), que transcribo en versión resumida.
Las yaras o chuaras
“Entre todas las tribus aborígenes de la Amazonía es uniforme la leyenda de las Yaras o uyaras, palabras guaraníes que significan madres de las aguas o señoras de los ríos, una especie de sirenas hermosas, mitad mujer, mitad pescado. Pero… basta de introitos y vamos a la leyenda misma.”
La tristeza de un joven cocama
“Un día, un apuesto cocama, hijo del curaca de los Omaguas, se dirigió en una igara (canoa) al pequeño promontorio que baña la punta de la isla. Era el más hermoso de todos los jóvenes de la isla. Ninguno con más destreza que él manejaba la pucuna o el arpón certero en la pesca del paiche. Era pues el orgullo de la tribu y el digno sucesor del viejo cacique Anacachuja. Y un día, el apuesto mozo cocama se encaminó en una igara al pequeño cabo. Era una tarde lindísima y el sol que descendía por tras el horizonte, reflejábase brillante en las aguas de la bahía sobre la que destaca la población bordeada por el Itaya, el Nanay, el Amazonas y el lago Moronacocha. Y la igara en que iba el mozo cocama cortaba ligeramente las turbias aguas del silente río. Y triste, como el canto del búho nocturno o de la panguana abandonada, así era la expresión del semblante del mozo cocama, poseído, a no dudarlo, de inmenso e inexplicable pesar.”
El joven cocama narra su tristeza
“La anciana cocama, que amaba con esa abnegación propia de las hijas de la selva, lloraba silenciosas lágrimas de verdadero dolor, al ver la tristeza profunda que sombreaba de su idolatrado hijo.
—Oye madre —dícele el mozo—. Óyeme. Vuelvo a repetirte porque solo a ti me atrevo a narrar las tristezas que punzan mi alma. Era ésta una joven tan hermosa como todavía no he hallado hasta aquí una igual entre todas las hijas de los cultos Omaguas. La tarde era fresca y bella y la igara viajaba ligera en dirección al cabezo de la isla. De súbito percibí como un canto lejano, con una voz armoniosa que se confundía con el susurrar de la briza de las elegantes palmeras y caprichosos helechos, y a medida que avanzaba, llegaba más distintos a mis oídos los ecos de aquella melodiosa voz que cantaba. Y después vi, madre adorada, cuán bella era esa mujer que protegía las aguas y salía radiante del seno de ellas. Tenía los cabellos dorados y cantaba canciones tristes y atrayentes como nunca en la selva las había oído cantar. Y después tornó sus ojos verdes para mí, sonrío un momento conmigo, abrióme los brazos como si ellos me quisieran abrazar y desapareció cantando entre las aguas que se abrían para recibirla. Madre no puedes figurarte cuan bellas y seductoras eras las formas de la joven que allí vi.
—Hijo amado —murmuró la anciana—. No regreses más al Itaya, te lo ruego. La mujer que allí has visto es la yara, hijo mío; su mirada es fuego y su sonrisa, la muerte; y te suplico no le oigas la voz para que no cedas al encanto y a la seducción que ella siempre despliega, a fin de ganarse admiradores para sus dominios.”
Al día siguiente va al encuentro de la yara
“Al día siguiente, al ponerse el sol, la igara cortaba de nuevo las aguas negruzcas del Itaya. Y en ella iba el joven cocama dominado por un amor vehemente e inexplicable. Lo que aconteció después nadie lo sabe, porque también nadie le volvió a ver más en la extensa comarca de los Omaguas. Decían, sin embargo, algunos pescadores y mitayeros, que, al pasar por el Itaya en horas avanzadas de la noche, veían a lo lejos dibujarse la silueta de una hermosa mujer que cantaba al lado de un joven mancebo que la acompañaba.”
Señala también el autor, que el Padre jesuita José Chantre y Herrera, en su obra Misiones del Marañón español, a las yaras los llama chuaras. Para lo que transcribe el siguiente texto que narra el temor de los nativos:
“No bien habían cogido unas charapitas cuando vinieron espantados al pueblo temiendo a los diablos del agua que llaman chuaras. Jamás las habían visto, pero dicen, que los viejos, si los han visto.”
Finaliza el texto el Padre Jesuita, afirmando: “Finalmente hay en aquellas tierras tantos animales anfibios que en otras partes no son sino terrestres, como el capibara o puerco grande; el lobillo que es como un perro; la danta, que es como una mula y el pez-buey que es como una vaca. Pues, si los indios viven como bestias, instigados por común enemigo, toman el partido de vivir también, entre los peces”. Hiriente la redacción, pero así pensaban los misioneros españoles de los nativos peruanos.
Bibliografía.
Genaro Herrera. Leyendas y tradiciones de Loreto. Segunda edición. Dirección Regional de Educación de San Martín y Editores Asociados. Moyobamba, San Martín, Perú, 2003.
El próximo sábado: Por qué en Maynas se conoce a las ratas con el nombre de bayanos.