No. La visceral pregunta no es de Zavalita, el personaje vargallosiano de Conversación en la catedral. La interrogante se murmura en las chácharas callejeras de hoy, flota como cadáver en el fragor de las conversas entre eruditos sin poder y resucita en la sobre mesa clasemediera donde los productos del grupo Romero están proscritos.
La cuestión emerge cotidianamente entre los escuderos de la conservación sin yaya ni selfies. La duda salta en las comunidades donde el Estado tiró la toalla hace años y donde el patrullaje de bosques es responsabilidad voluntaria y entusiasta (no remunerada ni aplaudida) de la misma vecindad.
Pero claro, esa pregunta no se escucha en los auditorios con aire acondicionado donde los funcionarios hablan sobre el planeta con indignación de hule y rabo de paja. Sin embargo, desde el gallinero el rumor apunta en una sola dirección. La madre del cordero es Elsa Galarza, la ministra del Ambiente que ha demostrado que lo suyo son los números, las reuniones cool para parlar sobre el calentamiento global y, según sus más cercanos no tan cercanos, la sumisión complaciente ante los inmisericordes despachos de Economía y Energía y Minas.
“Quiero expresar mi compromiso con el sector y fomentar al trabajo en equipo tanto al interior del ministerio como con los demás sectores. Todo ello para contribuir al desarrollo sostenible del país y el bienestar de los ciudadanos”, vociferó al asumir el cargo en agosto de 2016, pero a los minutos ya susurraba lo que sería el real derrotero de su gestión: “Un crecimiento verde donde la inversión sea compatible con el cuidado del medio ambiente”.
Pamplinas. Amparada en la ambigüedad de la frase y en el espanto mediático que genera oponérsele, la ministra de marras ha demostrado no ser precisamente una gran amiga del ambiente. Basta recordar cómo es que desde el inicio nos mintió a todos.
Al asumir la cartera se desgañitó diciendo que recibía un ministerio sin reglamentos de supervisión. Pasaron sólo horas para que el ex viceministro de gestión ambiental, Mariano Castro, ventilara su chato conocimiento del sector al recordarle que se contaba hasta con dos reglamentos aprobados.
“No hacer distingo si algún empresario hace algo mal, es un principio básico de adecuada práctica gubernamental”, remató Castro devolviéndole la zarandeada y corriendo una cortina que ya traslucía los remaches de un ministerio genuflexo ante la extracción per se.
Pero Galarza no ha necesitado que sus detractores le sigan poniendo cáscaras de maduro en el piso para que trastabille. Ella solita ha demostrado lo “preocupada” que está por el medio ambiente y su gente.
No le importó, por ejemplo, que el Instituto Blacksmith calificara el 2013 a La Oroya como la quinta ciudad menos recomendable para vivir en el mundo. Fue su ministerio el que propuso elevar el parámetro de emisión de dióxido de azufre de 20 a 250 microgramos por m3, en el proyecto que modificaba el Estándar de Calidad Ambiental (ECA). Y todo para rematar en subasta pública el complejo metalúrgico que nadie quería.
La gente de a pie no le interesa mucho que digamos. Al menos ella se empecina en evidenciarlo cuando suelta promesas que no puede cumplir, como su mentado “plan específico para Madre de Dios” la región que vive el calvario de la deforestación por la minería ilegal.
Sin embargo, para Galarza el tema no era evitar la hemorragia, su preocupación pasaba por poner una cubeta para que la sangre no salpique al piso. No le preocupaba mucho las secuelas de esa sucia actividad, sino la condición de informalidad de sus operarios. Y entonces se jactó de un gran avance: A la fecha 1.116 mineros se formalizaron, siendo la mayor parte de ellos en lo que va del actual gobierno y sólo 104 en el de Ollanta Humala. ¿Y los bosques? Bien gracias.
Si eso suena increíble, lo que sigue es de temer. Su despacho modificó el listado de proyectos de exploración minera sujetos al Sistema Nacional de Evaluación del Impacto Ambiental (EIA). Ahora se permite la explotación, sin estudio de impacto ambiental, de proyectos que estén a sólo 50 metros de un cuerpo de agua, bofedal, canal de conducción, aguas subterráneas, manantiales o puquiales. A sólo 100 metros de un nevado, glaciar o bosques primarios. ¿Esta es la actitud de una ministra del Ambiente?
Una raya más al otorongo ocurrió en noviembre del año pasado cuando acusó a la comunidad indígena Chapis (Iquitos) de afectar el medio ambiente amazónico, luego de un enésimo derrame petrolero. Sin embargo, la cereza del pastel fue ponerse del lado de una concesionaria petrolera en San Martín al manifestar que debían respetarse los derechos preexistentes. Es decir, los intereses de una empresa que sistemáticamente impide la aprobación del plan maestro que consolida la protección de Cordillera Escalera.
El último capítulo se ha escrito en el norte con el desmadre en la reserva natural de Chaparrí. Sacar el cuerpo del problema podría llevarla, por fin, a su casa. Detrás de la interpelación está la congresista María Elena Foronda, quien justificó su pedido recordando la brutal contaminación minera en Cerro de Pasco, la extracción ilegal de anchoveta y la presencia impune de empresas petroleras en áreas de pesca artesanal.
“La ministra Elsa Galarza es incapaz y eso se refleja en la destrucción de muchas áreas de reserva ecológica en el país. Hasta ahora no realiza ninguna investigación a casos de derrame de petróleo en la selva”, ha dicho Foronda muy oronda y sin dudas ni murmuraciones.
Por la salud del país, por el futuro de los bosques aún sin salvoconducto y por la vigencia de las áreas naturales protegidas, Galarza tiene que irse ya. Pero no bastará con eso, hay que estar vigilantes para que su salida no sea un mero enroque. Urge alzar la voz (y la mano) para defender nuestra amazonía con la vida misma si es necesario. El ministerio puede joderse, pero la dignidad, nunca.