En el mes de agosto del año pasado escribí una nota relacionada a la actitud del entonces recién designado Contralor de la República, don Edgar Alarcón, de quien, en un editorial del diario El Comercio, se dijo hace poco que su desempeño en la Contraloría, antes de acceder al cargo, había sido (cuando no mediocre) opaca. Decía en mi artículo, el Contralor había iniciado sus funciones con la pierna en alto porque comenzó a querer meterse en todo en una clara demostración de que no había comprendido para qué lo habían designado, lo que terminó llevando a la Contraloría General de la República a un desprestigio y generando la desconfianza general.
Tan desastrosas y lamentables fueron y siguen siendo las acciones y actitudes del contralor Alarcón que los medios de prensa le cuestionan acremente. Un contralor tiene que estar libre de toda sospecha y actuar dentro de su verdadero rol, y no como el que está pretendiendo este señor, convirtiendo a la Contraloría en el ente que toma decisiones y que las entidades del gobierno tienen que pedirle autorización incluso para comprar alfileres y lapiceros. Tanto, que a los lúcidos y brillantes personajes, como lo son Walter Albán y José Ugaz, se ha sumado el aprista Javier Velásquez, exigiendo su destitución.
Cuando su rol como contralor debe ser discreto y efectivo, Edgar Alarcón ha pretendido asumir un exagerado protagonismo, lo que puede merecer un análisis psicológico de su personalidad, como ese alguien que necesita figurar para no ser un ilustre desconocido. Entre las muchas propuestas que ha presentado son los que el Organismo Superior de Contrataciones del Estado (OSCE) y la Procuraduría Anticorrupción, pasen a ser parte de la Contraloría y exigiendo medidas tal vez ya innecesarias.
“Uno de los proyectos […] es el que plantea que la Contraloría pueda acceder a la base de datos de las entidades públicas para mejorar la fiscalización de los funcionarios”, señala el diario Gestión (30.05.2017). De convertirse en ley dicho proyecto, la Contraloría (mejor dicho, Alarcón) podrá tener la información de manera directa, en línea, irrestricta, del registro de toda la información del que disponen las entidades públicas, etc., señala el mismo diario. O sea, la Contraloría estaría al tanto de los permisos del personal, de los adelantos de viáticos, de todo, de todo, lo que nos hace exclamar esa frase coloquial loretana: ¡Qué rico gallo había resultado este Contralor!, además de “sumarle al organismo que dirige, las funciones de ´gestor´ y ´orientador´ de las decisiones estatales” [El Comercio, 24 de mayo del 2017].
El señor Edgar Alarcón entendió equivocadamente que su rol era el de fiscalizador, y ahora es él el fiscalizado, y su afán de “luchar” contra la corrupción le llevó a creer que todos, en el aparato del Estado son corruptos, cuando la novela negra que pretendió escribir hace que se le encuentren unos rabos de paja y una no destacada performance como funcionario, que ha puesto al país en crispación y zozobra, y a una entidad como la Contraloría, tan seria y respetable, dentro de los organismos de desempeños mediocres. Por eso, don Edgar Alarcón se ha convertido en un personaje prescindible, lo que nos hace recordar a aquellas personas que llegan a los altos cargos por favores políticos, y una amistad mal entendida, para convertirse en sujetos odiosos, cuando no despreciables, que destruyen la paz y el clima laboral de las instituciones. Ejemplos hay de sobra. [Comunicando Bosque y Cultura].