Hay espejos que no devuelven la verdad, sino el reflejo de un espejismo. Hay caminos alfombrados de marcas y brillos, pero que llevan al abismo. Hay muñecas que no son de porcelana, sino de carne transformada por bisturí, silicona y sueños prestados.
Esta es la historia de muchas, pero hoy lleva el nombre de Valeria Márquez, una joven mexicana de apenas 22 años, era la encarnación de una Barbie hecha a medida: labios pronunciados, cintura esculpida, rostro sin arrugas ni dudas. Influencer, modelo, empresaria de su propia estética. Vivía entre jets privados, autos de lujo y marcas que no se pronuncian sino se presumen. Su vida era una pasarela de excesos, una fotografía llena de filtros y promesas. Pero detrás de cada filtro hay un defecto que se intenta ocultar. Detrás de cada lujo, un precio que no siempre se paga con dinero. El suyo fue pagado con sangre.
Fue asesinada en su propio salón de belleza, a plena luz del día, por balas que no conocen de perfumes ni cirugías. Su muerte fue vista por miles de seguidores, ya que la influencer estaba realizando una transmisión en vivo cuando llegó el sicario disfrazado de deliverista. El caso aún sacude, no solo por su violencia, sino por lo que revela: Valeria, según fuentes policiales, había estado vinculada a personas del «mundo oscuro», incluso sentimentalmente con uno de ellos. No es un caso aislado. Es, tristemente, un patrón. Y ese patrón es un espejo roto en el que muchas se están mirando.
El espejismo de la vida fácil, de la “vida de las reinas”, seduce como serpiente. Promete todo sin mostrar la factura: ropa de diseñador, cirugías al por mayor, cenas en Dubái, fiestas en yates, carros sin placas pero con vidrios polarizados. Pero la realidad, aunque venga maquillada, siempre termina revelando su rostro. En este juego, nada es gratis. Y a veces, los tacones altos solo sirven para cavar tumbas más profundas.
¿Qué es lo que deslumbra tanto? Es acaso ese deseo de pertenecer, de salir de la pobreza, de tener una vida que solo se ve en videoclips y novelas de narcos. El peligro está en que la belleza se vuelve mercancía, y la juventud, una moneda de cambio.
Vivimos tiempos en los que el like es ley y el lujo, religión. Donde los cuerpos son vitrinas y las redes sociales, templos de una falsa divinidad. Y muchas jovencitas, no solo en México, también en el Perú y otros países, están siendo catequizadas en este culto sin alma, creyendo que el cuerpo perfecto y la vida de lujos son el pasaporte al paraíso. Pero lo que a veces parece cielo, termina siendo infierno disfrazado de Gucci.
Este fenómeno tiene nombre y rostro en cada ciudad. En Lima, Arequipa, Trujillo, Chiclayo, Tarapoto y en varias ciudadades, basta con mirar las redes para notar el mismo molde: chicas jóvenes, muchas veces provenientes de barrios humildes, que de pronto aparecen en fiestas privadas, con cirugías imposibles de costear con un sueldo regular, posando junto a botellas carísimas, carros que no están a su nombre, hombres mayores con miradas de sombra.
Y no se trata de juzgar la belleza, ni mucho menos el deseo de mejorar. Se trata de advertir que hay puertas que se abren con promesas y se cierran con candados. Que no todo lo que brilla es lujo; a veces es pólvora. Que hay “sugar daddies” que son lobos disfrazados de generosidad. Y que la libertad del cuerpo no puede confundirse con esclavitud de alma.
Valeria Márquez no murió por ser bella. Murió por caminar en un mundo donde la belleza es usada como carnada. Donde los lujos no se dan, se cobran. Donde el silencio se impone con miedo y el glamour es solo el maquillaje de un crimen organizado. Murió porque, como muchas, creyó que podía volar sin ver que estaba sobre una cornisa.
Por eso este caso debe doler, pero sobre todo, debe alertar. Debe ser espejo, no modelo. Debe ser advertencia, no admiración. Porque la tragedia de Valeria es una advertencia silenciosa que grita: no todas las puertas que llevan a la fama, te regresan con vida.
Que cada joven que sueña con brillar sepa que hay luz que quema. Que la belleza verdadera no se compra en quirófanos ni se mide en seguidores. Que el poder real no se construye con marcas prestadas, sino con decisiones propias. Y que la verdadera libertad no está en tenerlo todo, sino en no necesitar lo que puede costarte el alma.
Ojalá Valeria hubiera podido entenderlo antes. Ojalá muchas puedan entenderlo ahora.
Porque hay lujos que matan. Y hay tumbas que se cavan con tacones.