Hay historias que nos golpean como un ventarrón, que nos arrancan de la rutina y nos obligan a detenernos, a reflexionar sobre la fragilidad de la vida y la fuerza de la esperanza. La historia de Jesús Mateo, el niño de apenas un año y ocho meses que permaneció 19 horas atrapado en un estrecho pozo tubular en la localidad de Orellana, distrito de Vargas Guerra, provincia de Ucayali, región Loreto, es una de ellas.
Era un día cualquiera, uno de esos en los que la selva parece susurrar con la brisa del río. El padre de Jesús Mateo se dirigía a bañarse, quizás en uno de esos momentos cotidianos de alivio del calor amazónico. No imaginó que su pequeño lo seguía con esos pasos torpes y llenos de curiosidad que solo los niños pueden tener. Al regresar, el silencio se rompió con un llanto, un eco angustiante que provenía de un orificio apenas visible. Allí, en la oscuridad de un pozo de 20 centímetros de diámetro, estaba su hijo.
El país entero contuvo la respiración. Durante 19 horas, cada minuto se sintió eterno. Pobladores de la zona, bomberos, policías y personal de la marina lucharon contra el tiempo, la tierra y el miedo. Cada intento de rescate era un hilo de esperanza al que todos nos aferrábamos desde la comodidad de nuestros hogares, detrás de las pantallas, viendo la transmisión en vivo casi ininterrumpida del joven «Chanako», quien mostró al mundo la cruda realidad del rescate.
Mientras tanto, la madre de Jesús Mateo, con solo cinco días de haber dado a luz a su segundo hijo, se encontraba en reposo para evitar un sobreparto, quebrada de dolor, impotente sin poder hacer nada y siendo criticada por miles de personas que solo usan las redes sociales para lanzar odio. Su esposo, abatido por la desesperación, se desvaneció, tal vez su cuerpo ya no soportaba el peso de la incertidumbre. Esta es una familia que vivió la pesadilla más aterradora: la de un accidente absurdo y devastador.
¿Por qué una historia como esta nos sacude tan profundamente? Quizás porque nos recuerda que la tragedia no avisa, que en un segundo todo puede cambiar. Nos enfrenta a nuestra vulnerabilidad y a la importancia de la solidaridad. Porque mientras un niño luchaba en un pozo, cientos de personas se unieron, ya sea cavando, orando o simplemente mirando con el corazón en la mano.
Pero esta historia también nos obliga a cuestionarnos. ¿Cómo es posible que existan pozos expuestos, verdaderas trampas mortales, en medio de comunidades? ¿Qué responsabilidad tienen las autoridades locales y nacionales en garantizar la seguridad de estos lugares? No se trata solo de indignarse momentáneamente, sino de exigir medidas concretas para evitar que algo así vuelva a ocurrir.
El rescate de Jesús Mateo fue un milagro, sí. Pero no podemos dejar que el milagro nos nuble la realidad: vivimos en un país donde muchas comunidades carecen de servicios básicos, donde las infraestructuras pueden ser tan peligrosas como salvadoras. Es un llamado de atención para todos, para mirar más allá de nuestras burbujas urbanas y reconocer las carencias de nuestros compatriotas.
Hoy, Jesús Mateo se ha convertido en un símbolo de resistencia, de esperanza y, sobre todo, de la necesidad de cambiar. Su historia debe ser el punto de partida para que las autoridades actúen, para que se revisen y sellen esos pozos, para que se eduque sobre la seguridad en los hogares, para que se priorice la vida.
No podemos permitir que este episodio se convierta en una anécdota, en una noticia más que se disuelva en el olvido. Jesús Mateo sobrevivió, pero hay muchos otros niños en situaciones de vulnerabilidad. Que su milagro sea la chispa que encienda el cambio, que su llanto en ese pozo sea el eco de una voz colectiva que exige un país más seguro y justo para todos.