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sábado, mayo 4, 2024

¡Adelante, carajo!

El 14 de mayo de 1997, tras semanas coordinando con el jefe policial de aquel entonces -el inefable general fujimorista Fernando Dianderas- la Municipalidad de Lima había decidido algo que parecía surrealista: se pondría los pantalones y desalojaría a los miles de ambulantes que por décadas lotizaron pistas y veredas del Mercado Central, Mesa Redonda y alrededores.

Pero, llegado el día, algo salió mal. Los policías no aparecieron para el desahucio comunitario. Entonces, los cientos de serenos que madrugaron para recuperar el honor de la metrópoli, para que deje de ser una ciudad asquerosa y con aroma a urea, se miraron entre ellos: no tenían escudos ni varas (por expreso pedido policial) y más de uno amagó con abortar la misión. Sin embargo, algo de pronto salió bien.

Alberto Andrade, consciente de la traición policial conspirada en alguna oficinita del Servicio de Inteligencia Nacional, se ajustó el cinturón, puso pecho a la afrenta y encabezó la diligencia que empezó con su célebre frase: “¡Adelante, carajo!”.

Los serenos irrumpieron, pero fueron repelidos no sólo por los comerciantes atrincherados, sino también por un contingente policial que había madrugado para ponerse al otro lado de la historia. El saldo final fue de 12 serenos heridos, uno de ellos hospitalizado, un desalojo frustrado y una advertencia a la cleptocracia de Fujimori: Lima no se entregaba a la mafia, volvería a ser linda.

¿Qué le había jodido tanto al ciudadano japonés Alberto Kenya Fujimori Fujimori? Pues que este candidato salido de las canteras del Fredemo y nada genuflexo al poder, lo marginara cada vez que podía y, sobre todo, el chino no le perdonaba que le haya ganado por varios cuerpos de ventaja. Andrade había tenido la “insolencia” de mandar a pique la candidatura oficialista de Jaime Yoshiyama en 1995; es decir, en los años mozos de la dictadura.

Esa “afrenta” al contubernio palaciego le costó que le cerraran el caño presupuestal y que el gobierno central lo tenga como un paria. Y entonces vino la segunda estocada. En 1998 Andrade volvió a ganarle la alcaldía de Lima a un alfil del fujimontesinismo. Esta vez la víctima fue Juan Carlos Hurtado Miller, el ex ministro de Economía que pasó a la historia por meterse a nuestras casas para decirnos que nuestros millones ahora sólo eran centavos. “Que Dios nos ayude”, dijo aquella noche.

La guerra fue por todos los frentes. La dupla siniestra de Alberto y Vladimiro alquilaron periodistas, aceitaron rotativas, ajustaron líneas editoriales y pusieron a su merced al periodismo nacional (con contadas excepciones en radio y prensa escrita) para destruir la honra del “cerdo Andrade”, de ese alcalde “corrupto” que se iba de viaje «con la plata de los trabajadores», que se compraba relojes de colección y que tenía «300 cuentas en Suiza y Curazao».

La televisión, los quioscos, los micrófonos y algunos pasquines sirvieron de plataforma para esta nueva y vergonzante forma de hacer política: soltar miasma con ventilador las 24 horas del día y con repeticiones continuas para que la gente lo interiorice. Pero Andrade no bajó la cabeza ni tiró la toalla. Ni pidió tregua ni izó banderas blancas. No obstante el terrorismo de Estado dispuesto en su contra, siguió trabajando y logró lo que parecía imposible: recuperó el centro histórico de Lima. Donde hubo moho puso jardines, recuperó plazas públicas, donde había pampón construyó vías expresas, remozó casonas, recuperó balcones, levantó bypases, limpió jirones, reestableció el principio de autoridad y tiñó la capital de cultura.

Hoy se conmemora un año más de la muerte de Alberto Andrade (ocurrida en Washington el 19 de junio de 2009 por una cruenta enfermedad) y por eso quise recordar a uno de los mejores alcaldes de la historia de Lima. Pero más allá de su gestión, el aprendizaje que deja el abogado sanmarquino es otro: la precariedad del alma ante el poder y la satisfacción de trascender más allá del dinero.

Andrade fue un rara avis y tuvo miles de errores, seguramente, pero no cometió el peor: traicionar su apellido, salpicarlo con los mendrugos de la corrupción y con la sangre de un gobierno putrefacto que nunca lo masticó por no dejarse tentar con sus jugos gástricos y bolos alimenticios en pleno auge dictatorial.

Y ahora, en plena campaña electoral habría que recordarle a todos los candidatos en San Martín que hay formas de hacer política y poder mirarse al espejo al mismo tiempo. Que no sucumban ante el padrino que después pasará factura, que no mientan con propuestas para ilusos. Todo se sabe y no hay crimen perfecto. Las fechorías tarde o temprano se destapan y su olor genera arcadas. Lo único verdaderamente placentero es la trascendencia.

Una gestión con obras de alto impacto social, dinamizadora de economías pitufas, sin diezmos nauseabundos y constructora de sueños comunitarios, eso es lo que la región está demandando de todos quienes intentan llegar al poder. Si Andrade pudo tumbarse dos veces a una dictadura, entonces es factible pensar que podemos tener candidatos con agallas y que quieran reconstruir la región, parar la deforestación, encaminarla al desarrollo por el buen vivir, más allá de verla como un botín. Esa es la única forma permisible de trascender. Si hay voluntad, entonces… ¡Adelante, carajo!

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