24.8 C
Tarapoto
viernes, mayo 3, 2024

Aves mendigas

01

Dos “upas loros” cruzan el cielo urbano, sobre techos de casas de material noble. Por cierto que los ancestros también lo hacían, pero sobre sábana de frondosas copas verdes. Son upas loros jóvenes que hace días vieron la luz del día al emerger de los huevos. La luz del día llegaba al interior del hueco arbóreo como rayitos espontáneos. Allí los pichones son alimentados por los escurridizos padres, siempre de manera apresurada. El árbol es solitario y se balancea peligrosamente por la permanente brisa tropical. No hay otros congéneres vegetales vecinos de ésta selva, como en los mejores tiempos de ausencia humana, donde un individuo con otro, si bien competía por nutrientes y agua en el suelo, también cruzaban sus ramas, como brazos agarrados en la pandilla, para hacer fuerza común y resistir a los vientos huracanados. Luego, cuando los pichones empluman se sienten con capacidad de volar e independizarse, entonces, tras varias horas y días de entrenamiento, arrancan el esperado vuelo. Los padres no están, ya no los asisten con los alimentos, porque fueron alcanzados por certeros tiros de escopeta. Con vuelos interrumpidos por choques en raleados follajes logran el entrenamiento mínimo que les permite cruzar este cielo urbano. Vuelan mirando abajo, según el código genético que llevan en la sangre, oteando alimento en las copas de los árboles ¿Cuáles árboles? No hay. Son los techos de las casas los que los reemplazaron. Un árbol de mango por acá, otro por allá. Ya dan varias vueltas y no hay señales de algún alimento ni de un familiar. Se sienten solos. ¿Por qué habremos nacido si no hay con quienes compartir y no hay alimento? Ya cansados de volar se dirigen a la cima del cerro alejado. Se posan sobre la hoja de una palmera de shapaja. El airecito fresco hace llegar el olor a plátano maduro.

Sin pensar más siguen el aroma y llegan a una casa rural donde el racimo de plátano maduro está colgado de una viga periférica. Cuatro pihuichos (Loros pequeños) son desplazados del alimento. Desesperados los upas loros arranchan trozos grandes de plátanos maduros, cuando en ese instante llega el campesino con baladora en mano, sin demora lanza la primera piedra y le alcanza en la cabeza de un upa loro que cae muerto. El compañero emprende raudo vuelo escapando del efectivo cazador. Cruza por primera vez solo el cielo urbano, llorando la pérdida del hermano. Va al otro lado de la ciudad, a las orillas del río, bueno, a la fuente que antes ostentaba el título de río, que ahora podría ser categorizado como quebrada, aunque para ser más real, mejor sería considerado como riachuelo, por la agonizante cantidad de agua que discurre por el ancho cauce pedregoso. Algunos árboles de yacushimbillo adornan las orillas. Allí se posa el upa loro, baja a una ramilla céntrica de la copa, se mimetiza con las hojas verdes y se suelta abiertamente a llorar su corta vida cargada de sufrimientos: Sin padres, sin alimentos, sin hermano, sin selva natural. Llora por mucho tiempo hasta quedarse profundamente dormido. El aleteo cercano de un gavilán le despierta. Cuando se dirigía por un claro de la copa hacia el upa loro, una fuerte brisa movió las hojas y el gavilán perdió de vista a la presa y chocó. Instintivamente el upa loro como resorte eléctrico emprende veloz vuelo sin rumbo. Se posa en la rama de otro yacushimbillo hasta el día siguiente. El hambre le agobia. Sale a volar por el cielo urbano y como siempre no hay alimento. Va a la casa rural del campesino y se alimenta del plátano maduro, de prisa. Así mendiga alimento por aquí, mendiga por allá, a hurtadillas, escapando del depredador humano. Así como el upa loro, todas son aves mendigas, en donde antes ellas eran las dueñas de casa.

Artículos relacionados

Mantente Conectado

34,543FansMe gusta
280SeguidoresSeguir
1,851SeguidoresSeguir

Últimos artículos