La magnanimidad de la humildad expresada por dos mujeres que fueron bendecidas por el Señor es aleccionadora para la eternidad. “Entonces Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó a grandes voces: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. Pero ¿cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme? Porque en cuanto oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. ¡Dichosa tú que has creído!” Lucasc1, 42-44.
Isabel no entendía, no se imaginaba, que fuera visitada por la madre del Señor. Fue una experiencia increíble. ¿Qué diría usted madre, ama de casa, si hoy el Presidente de la República toca su puerta y visita su casa? Claro, no se puede comparar la visita de una persona del mundo, con una persona llena del Espíritu Santo, que además, lleva en su vientre al Hijo de Dios.
Pero, para enaltecer aún más la grandeza de la humildad, la joven María responde: “Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva” Lucas 1: 47,48.
Isabel lleva en su vientre a Juan el Bautista y María a Jesús. Ambas fueron bendecidas por el Señor, porque Isabel siendo de edad avanzada, pudo concebir a su hijo, quien fuera el profeta Juan, el que allanara el camino de Jesús, quien grita en el desierto anunciando la llegada del Mesías y posteriormente bautizara con agua al Hijo de Dios, quien cumpliría su Misión encomendada en la tierra.
María, siendo aún muy joven, dice un SÍ generoso e histórico. Estaba de enamorada del también joven José. Ambos eran obedientes a Dios, descendientes de Abrahán, Isaac, Jacob. Cuando de pronto, le aparece el ángel Gabriel a María y le dice: “Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo. Al oír éstas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué significaba tal saludo. El ángel le dijo: No temas, María, pues Dios te ha concedido su favor. Concebirás y darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Él será grande, será llamado hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la descendencia de Jacob por siempre y su reino no tendrá fin. María dijo al ángel: ¿Cómo será esto, pues no tengo relaciones con ningún hombre? El ángel le contestó: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que va hacer será santo y se llamará Hijo de Dios. María dijo: Aquí está la esclava del señor, que me suceda como tú dices. Y el ángel la dejó” Lucas 1: 28 – 38.
El niño Jesús nace en un pesebre, extremadamente humilde, donde guarnecían animales domésticos. Para el hijo de Dios no había espacio, nadie daba un metro de su casa. Nadie recibía al verdadero Rey, todos estaban ocupados en sus propios mundos terrenales; sin embargo, llegaron otros reyes desde muy lejos a visitarle con regalos, cantaron y se alegraron los animales domésticos, porque sintieron la llegada del hijo de Dios.
Para celebrar el nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, hay que prepararse, armar los pesebres en casa, prender las cuatro velas del adviento, hay que dar gracias a Dios que nos brinde la oportunidad de experimentar la celebración de un nuevo nacimiento de Jesús. Cuando va nacer nuestro hijo, los padres hacemos los preparativos con vestimentas y muebles, ahora con fiestas anticipadas; para la fiesta de Navidad debe ser mejor, porque va nacer el hijo de Dios, en nuestro ser, en la profundidad de nuestro corazón. No se celebra el nacimiento de una persona humana del mundo corriente, sino, del hijo de Dios. La fiesta debe ser grande, con celebración apoteósica, con franca conversión de todas las personas, de confesiones permanentes, de perdón de los pecados. La entrega de regalos a los niños debe ser previa explicación sincera de ésta celebración navideña. En ésta navidad debe nacer el nuevo niño que tenemos dentro, para que luego seamos realmente, la persona nueva, con alma de niño, con corazón reverdecido de amor a Dios y al prójimo, lleno de la magnanimidad de la humildad.