Que el gobierno del presidente Castillo tiene falencias no es un secreto para nadie. Lo previsible para una presidencia tan fortuita.
Corre el mes de octubre del año 2020. Un profesor del campo cuya única aparición pública relevante a nivel nacional data de hace cuatro años – durante una huelga docente – es convocado por un ex gobernador regional para candidatear a la presidencia por su partido político. Tal partido debía canalizar las indisimuladas ambiciones de su líder pero una sentencia por corrupción se interpone en sus planes. Resignado, la exautoridad con ínfulas de ideólogo revolucionario espera salvar la inscripción y obtener unas cuantas curules para procurar que su proyecto dé sus primeros pasos. El profesor, a esas alturas, sería solo una anécdota.
Por caprichos del destino y del electorado peruano, Castillo concita suficiente interés entre el hartazgo popular para avanzar a segunda vuelta. Su adversaria no es ninguna advenediza: por tercera vez consecutiva, Keiko Fujimori se presta a disputar un balotaje. Los extremos del espectro político parecen verse representados en un duelo antagónico propiciado por la radical atomización de las preferencias electorales. Ninguno de los dos ha alcanzado siquiera el 20% de los votos pero les basta para radicalizar al país, desnudando los resentimientos y perjuicios de una sociedad fracturada.
Ya han pasado casi tres meses desde la asunción al mando de Pedro Castillo y la casualidad de tal acontecimiento se trasluce en nombramientos improvisados o impuestos por el ideólogo con sentencia. O al menos así era hasta hace algunos días, cuando el mandatario decidió sacudirse un tanto de su padrino político e hizo modificaciones al gabinete, comenzando por la cabeza: el disruptivo Guido Bellido por la tenaz Mirtha Vásquez. El dólar baja, los pronósticos mejoran y los exministros – cual plañideras sin consuelo – desfilan por cuanto medio quiera recibirlos, incluido Willax, el canal preferido de la ultraderecha (jamás hubiese imaginado ver a Ciro Gálvez recibiendo el consuelo de Milagros Leiva en uno de los sets favoritos de López Aliaga). Quienes defienden el marxismo-leninismo y admiran regímenes totalitarios comunistas sollozan en el hombro de quienes añoran los tiempos de la Inquisición y justifican regímenes totalitarios fascistas. La hoz y el martillo se entrelazan con la cruz de Borgoña. En el dolor, hermanos.
Y, precisamente, es esta radicalización la que se ha convertido en la principal debilidad y fortaleza del actual gobierno. La extrema izquierda que aún permanece en la administración Castillo supone flancos expuestos al incesante ataque de la oposición sin que cuente ya con el respaldo de esta misma extrema izquierda, que acusa a los ‘caviares’ de haber copado los puestos que les corresponden. Sin embargo, del otro lado, los que también manifiestan repulsión absoluta a los dichosos ‘caviares’ se la pasan “terruqueando” a medio mundo. Y aquí la debilidad se transforma en fortalece para el presidente.
Desde que el fujimorismo obtuvo el control absoluto del Congreso de la República, allá por el 2016, el discurso de la derecha conservadora ha sido llevado a extremos insospechados. De amenazar constantemente con la vacancia, pasaron rápidamente a tachar de terrorista a todo aquel que le oponga resistencia. A PPK lo obligaron a renunciar, con Vizcarra difundieron la novela “el lagarto y la dictadura caviar” – defenestrándolo para cobrarse la impertinente disolución – y con Sagasti no cesaron de hablar del “Moradef” (un juego de palabras que unía a la denominación del partido del cual provenía con la agrupación que defendía la amnistía a favor de terroristas: Movadef). Hoy, con una centro-derecha casi inexistente, continúan amenazando con vacancias y terruqueando a diestra y siniestra. El cuento del niño que gritaba lobo en vano se ha hecho realidad.
La presidencia de Pedro Castillo no es la mejor. Pero la oposición que tiene al frente, es la peor.