Por: Luis Ordoñez

Es un gesto expresivo de admiración. El pasajero del automóvil levanta la cabeza y observa en repetidas oportunidades hacia el manso lecho del río Huallaga, en el sector Abra Machungo, en la carretera Tarapoto Bellavista, en San Martín, Perú. Los demás pasajeros no se inmutan. Para ellos no existe ninguna anomalía, todo está en orden. El pasajero, con evidentes signos de ser un turista,  muestra sus incomodidades al procurar obtener el mejor panorama del cauce huallaguino. En el cerebro del turista ocurre el desplazamiento de escenas fílmicas del pasado, que se contrastan con las últimas imágenes que sus ojos han captado. Emergen de los recónditos de la memoria, las escenas del río Huallaga, de aguas claras en esta época del año, de pocas lluvias, flanqueado de frondosa selva virgen en ambas márgenes. A pesar del fuerte sol veraniego, el caudal del río Huallaga es voluminoso, que llena las pedregosas orillas; y, además, las balsas bajan llevando cocos, vacunos y porcinos hasta Iquitos. Loros Guacamayos se pasean de orilla a orilla, en busca de variar la dieta diaria en las copas arbóreas. Estas escenas tienen alrededor de cincuenta años, cuando el turista bajaba en aquellas solitarias balsas, mirando el rojizo talud de sal de Pilluana.

No es para menos, estas imágenes rebobinadas han remecido fuertemente el cerebro del turista; pero, estos movimientos internos han sacudido también el frágil corazón del hombre de casi setenta años de vida, que luego de varias décadas ha decido visitar su tierra querida, que siempre la añoraba y la llevaba en lo profundo de su ser; por eso, tantos movimientos inesperados no han hecho otra cosa que empujar desde lo interno algunas lágrimas amargas, agrias, que discurren con lentitud por sus ajadas mejillas.

El cruce de imágenes del ayer con las de hoy; vistas verdes, lozanas de ayer, convertidas ahora en vistas pálidas, áridas. Quizá, la imagen que le rompió los esquemas humanos, es el río Huallaga de ayer, majestuoso, caudaloso aún en época de verano, con aguas claras, navegable, con orillas llenas de exuberante vegetación, en comparación al río Huallaga de hoy, esquelético, con los mondongos expuestos al ardiente sol y al mundo humano inepto, con aguas turbias, con un caudal que se parece al de una simple quebrada, abandonado, sin vida.

¡Cómo no llorar, bendita sea!, grita el hombre, ante el asombro de los demás pasajeros. Se coge la frente, y agachado continúa su triste viaje. No quiere mirar el lecho del río, no quiere abrir sus ojos hacia tierra firme, porque está decepcionado de ver los cerros áridos, sin bosques, sin animales, rodeados de un ambiente extremadamente caluroso, de sol abrasador como si se tratara de un auténtico desierto.

“No voy a culpar solo a los habitantes de mi selva. Yo también me siento culpable de no hacer nada. Son culpables los que con esta intención loable se llenaron los bolsillos. ¿Ya no se podrá hacer nada? ¿A estas exiguas aguas del río Huallaga alguien quería llevarlas a la costa? No hay peor ciego, aquel que no quiere ver. Habría que tener un nivel de quinta categoría para pretender llevar las inexistentes aguas del río Huallaga a la costa. Ideas extremadamente descabelladas”.