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martes, abril 15, 2025
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¿Verdad liberadora o morbo rentable?

Beto Ortiz vuelve a la carga. Como un mago del entretenimiento más descarnado, el periodista desempolva el polígrafo y le da una nueva vida a su polémico programa «El Valor de la Verdad». Y es que, en la televisión peruana, parece que la verdad siempre vende, aunque a veces cueste más que los 50 mil soles prometidos.

El programa, que debutó en 2012 y quedó marcado por la trágica historia de Ruth Thalía Sayas, regresa como si nada hubiese pasado, como si la memoria colectiva tuviera amnesia selectiva. La premisa sigue intacta: un sillón rojo que no es precisamente el trono de la sinceridad, sino más bien la silla eléctrica donde los invitados se achicharran entre preguntas filosas y verdades que más que liberar, lapidan.

El estreno de esta nueva temporada no pudo ser más explosivo. Pamela López, ex esposa del futbolista Christian Cueva, inauguró el regreso sacando a la luz una lista tan larga de amantes como las excusas que suelen acompañar a los infieles. ¿Catarsis pública o venganza televisada? Difícil saberlo. Lo cierto es que Ortiz y su equipo saben bien que, cuando se mezclan el fútbol, el chisme y la traición, la audiencia está garantizada.

Pero aquí viene el verdadero dilema moral: ¿Hasta qué punto estamos consumiendo verdad y hasta qué punto estamos devorando vidas privadas servidas en bandeja de morbo? «El Valor de la Verdad» no es solo un programa, es un espectáculo donde la dignidad es el plato fuerte, y el postre es la humillación.

Muchos dirán que nadie obliga a los participantes a sentarse en el infame sillón rojo. Es cierto. Pero también es cierto que, en un país donde la fama efímera vale más que la reputación y donde la necesidad económica pesa más que la autoestima, la libertad de elegir se vuelve relativa. ¿Es realmente una decisión libre cuando el premio en efectivo seduce más que el miedo a la exposición pública?

La tragedia de Ruth Thalía Sayas es la cicatriz que el programa nunca podrá borrar. Su asesinato, a manos de un ex novio humillado por sus confesiones televisadas, dejó al descubierto una realidad brutal: las verdades a quemarropa no solo destruyen reputaciones, también pueden cobrarse vidas. Y aunque Ortiz se lavó las manos con la famosa frase «si un invitado sale del programa y lo atropella un carro, ¿será mi culpa?», la ética periodística quedó en entredicho. Porque sí, puede que no sea legalmente culpable, pero moralmente, la cosa es más turbia que los secretos que se destapan en su programa.

El retorno del programa reabre la eterna discusión sobre los límites de la televisión basura. ¿Es el público el culpable por seguir consumiendo este tipo de contenido? ¿O es la industria televisiva la que, movida por el rating, le da a la audiencia lo que pide, como quien alimenta a un monstruo insaciable?

Es imposible negar que «El Valor de la Verdad» genera conversación. Pero, ¿qué tipo de conversación? Se habla más de los escándalos personales que de las consecuencias emocionales. Se celebra la caída de los famosos, pero pocos se preguntan cómo quedan sus vidas después de que las cámaras se apagan. ¿Quién recoge los pedazos de esas verdades rotas?

El regreso del programa en 2025, es un recordatorio de que el morbo nunca pasa de moda. Pero también debería ser una oportunidad para reflexionar sobre qué tipo de verdad queremos consumir. Porque hay verdades que iluminan y verdades que incendian. Y «El Valor de la Verdad» parece especializarse en las segundas.

Mientras tanto, Beto Ortiz sonríe frente a la cámara, como el anfitrión de una fiesta donde la música son los secretos y el baile es la vergüenza ajena. La pregunta final es para nosotros, los espectadores: ¿Cuánto vale nuestra verdad como sociedad? ¿Estamos dispuestos a seguir pagando el precio?

Al fin de cuentas, no es qué tan bajo puede caer la televisión, sino hasta cuándo seguiremos sintonizando para verla caer…

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